Odiar lo que se ama: El reconocimiento de lo ignorado
Teatro de La Aurora, 10 de marzo 2017.
Por Jorge Fernandez.
Fotografías por Gabriel Padilla.
¿Existe un amor verdadero que se perpetúa pese a los sinsabores de la vida? ¿Somos capaces de soportar una pena invisible por años? ¿Podemos llegar a odiar con tanto amor algo que ya no es lo que parecía ser? El temperamento y el ascetismo, lo profano y lo divino, la credibilidad y el absoluto escepticismo. Todos son conceptos certeros para analizar esta obra de grueso calibre con altos grados de romanticismo decimonónico.
El trasandino José Ignacio Serralunga, fue el encargado de llevar a escena “Odiar lo que se ama” en Santa Fe, su ciudad. Acá en Santiago de Chile, la dirección está bajo el alero de Andrés Peña. Lo curioso del asunto es que ambas representaciones, inéditas prácticamente, se llevan a cabo de forma paralela.
La historia cuenta un amor que transgrede las barreras del esquivo tiempo. Con edades disímiles y una cantidad enorme de secretos que irán saliendo a la luz. Isabel (Alejandra Araya) y Julio (Pablo Jerez) enredarán su reconocimiento con pinceladas de pasado, con extractos del presente y con un futuro desgarrador. El argumento nos explica que no existen limitaciones para amar, pero sólo mientras está permitido, porque tal vez hay un Dios o una fuerza superior, que los trata como marionetas escondidas en riachuelos de lágrimas que no van a dar a ningún lugar.
La escenografía era de una simpleza sin igual. Sólo era necesaria la presencia de los dos grandes actores, quienes, con una atractiva y esquiva química, desmantelaban las vivencias dispares que hechos concretos les habían hecho pasar. Pablo Jerez encarnaba la serenidad de un principio, la intranquilidad de un desarrollo y la devastación de un final que se veía llegar. Alejandra Araya con su belleza exacerbada, debía madurar a medida que avanzaba el argumento. Desde la inocencia y sobriedad de quien aún disfruta de una niñez, ya vencida, hasta llegar a la claridad mental de saber que se tenía que despedir. Claramente lo logró.
Lo particular y, a la vez, atractivo de la obra es que su argumento crea una verosimilitud inmediata. El paso de los minutos va dilucidando secretos que en otro contexto quizás, nos haría perder el hilo de lo que en un momento era una nostálgica realidad. Que uno de los personajes sea un cura no es mera casualidad sino que todo está pensado para que la duda sea iniciada por el que se supone más creyente. En él está el fruto del escepticismo, fruto que termina por comerse a mordiscos de convencimiento. Ella, por su parte, debe tragarse el secreto mejor guardado, el de la dualidad, el del desencantamiento, el de la ensuciada ignorancia que hasta el momento la había hecho ser feliz.
“Odiar lo que se ama” es una historia de amor diferente. Un amor que nació, creció, pero que no pudo madurar y alcanzó la cúspide al final de ese camino sin retorno que entrega lo que nosotros entendemos por vida, y que algunos entienden por muerte. Ese eterno transitar, donde las almas juegan un rol fundamental sin espacios ni tiempos determinados. Al final, sólo nos queda el eterno chirriar de la hamaca metálica al fondo del patio y la respuesta inconclusa de saber si se mueve por el amor, por el aire o simplemente, porque al igual que todo, termina por envejecer con el paso de los años.
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