Por Jorge Fernández.
El término jauría no solo remite a un grupo de lobos dispuestos a cazar en grupos, sino también a un conjunto de personas que se manifiestan de manera peligrosa y furibunda. Y son estos dos significados los que se funden en la última apuesta nacional, llamada precisamente La Jauría.
A estas alturas, cuando nos referimos a la productora Fábula, hablar de apuesta nacional se hace insuficiente. La serie es exhibida desde el pasado viernes 10 de julio por Amazon Prime Video y la dirección está a cargo de la prestigiosa artista argentina Lucia Puenzo (Wakolda). Es cierto, el territorio donde se desarrolla la trama es chileno y los actores, en su mayoría, también lo son, pero estamos hablando de una puesta de categoría internacional portentosa a cargo de los talentosos hermanos Larraín, quienes ya tuvieron sus primeros reconocimientos fuera de nuestras tierras en lo que a series se trata con otras producciones como la reciente El Presidente e incluso, si nos remontamos unos años atrás, con la subvalorada Prófugos.
Lo primero que se hace necesario decir con respecto a La Jauría es que, si bien hay una referencia al bullado e inhumano caso de La Manada de España, esta es muy puntual como para hacerse grandes expectativas sobre el curso del argumento. Aquí más bien se desnudan fisuras erráticas por años de la sociedad chilena, donde los abusos de los poderosos, del clero y particularmente de género se vislumbran a flor de piel. Sin capas ni medias tintas, lo que se transforma en una de las principales virtudes de la serie.
Para entender la propuesta, hay que dejar de catalogarla como policial a secas. Aquí el motor de la búsqueda y la resolución del caso no es lo trascendental. Lo que verdaderamente importa es desollar a la sociedad, mostrar la justicia como una utopía y que el aire se sienta espeso e incómodo. Es por esto que quizás para algunos, los primeros capítulos fueran mejores que los últimos. Al final, la trama se quiso transformar en un policial neto, pero ya era demasiado tarde y el último capítulo estuvo demasiado recargado con soluciones que se podrían haber dado antes para indagar más en los porqués y cómo y no sólo en los quiénes.
No obstante, el calibre del revólver que sostiene el argumento es poderoso y permite que los ocho capítulos se disfruten maratónicamente. Diálogos inteligentes con información entrecortada que va deconstruyendo a los personajes, locaciones vistosas de la capital y sus enormes diferencias sociales y esa mano invisible que mueve los hilos de la gente sin que lo noten, son puntos altos en medio de la caótica trama.
A lo anterior se suman las actuaciones. Sabido es que los Larraín tienen un elenco de planta que se ha mantenido por años. De vez en cuando, se integran unos y desaparecen otros, pero la columna vertebral es la misma: Francisco Reyes, Luis Gnecco, Amparo Noguera son algunos de los que siempre dan con la talla, sin embargo, es necesario hacer referencia a las tremendas actuaciones de Antonia Zegers y María Gracia Omegna (Contra todo pronóstico, Daniela Vega ocupó un rol un tanto secundario detrás de ellas) quienes fueron artífices del grueso del argumento. Sólidas en sus papeles y creíbles en su actuar más bien errático, dignas de esos clásicos protagonistas de género negro de principios del siglo pasado. Con una vida más bien desarmada y con tintes de antiheroínas, el actuar en los bordes de lo permitido les hizo descartarse de personajes arquetípicos sin profundidad sicológica.
El tema de género es el protagonista acá y se maneja de forma correcta acorde con la actualidad nacional. Las adolescentes no solo se toman su colegio sino también sacan la voz y son el baluarte de convicción para mover masas. Lo dice la letra de Anita Tijoux y lo repiten las voces cansadas y enrabiadas de las mujeres “No estamos solas”. Y es que la lucha recién comienza. Sacarse la costra duele, pero más duele no tratarse la herida, especialmente cuando la sociedad no actúa como el remedio sino como la innegable enfermedad.
Hubo guiños notorios a que se piensa en una segunda parte que no era necesario hacer tan evidentes. Varias de las cosas que se anunciaron como referencias argumentales, tal vez no cumplieron con las expectativas y hubo un par de errores que los viciados de siempre hicieron notar en Redes, sin embargo, la sensación final que deja esta tremenda apuesta fílmica es que nadie es profeta en su tierra y que el prestigio muchas veces se gana desde afuera hacia adentro. Si no lo cree, dese una vuelta por nuestra historia y cuente cuántos años tuvieron que pasar después de obtener el Nobel de Literatura para que Gabriela Mistral ganara el Premio Nacional. El final se cuenta por si solo, La Jauría es un tremendo comienzo para posicionar una serie local en la palestra internacional donde hace rato merece estar.