Beatriz Pichi Malen en Centro Cultural Gabriela Mistral: La frontera mestiza
10 de marzo 2018.
Por Nicolás Morán.
Fotografías por Paloma Olivares.
Sin lugar a dudas, no todo es rock y pop en nuestras vidas. A veces hay que retomar los orígenes de lo que somos, sentarnos a escuchar verdades y tradiciones que se remontan a tiempos en los que el español no era nuestra lengua oficial. Es por eso que anoche estuvimos en el Centro Cultural Gabriela Mistral, escuchando a una artista que lleva mucho tiempo mostrando su trabajo, el que, si bien no es de conocimiento popular, ha compartido escenario y vida con conocidas y connotadas figuras del mundo folklórico como, por ejemplo, la gran Mercedes Sosa.
A las 20:40 horas, María Beatriz Berretta hizo su ingreso al escenario entre los aplausos del público que esperaba educadamente a que la cantante comenzara su despliegue de mágico sentimiento, puesto que con una voz potente y maravillosa era capaz de llevarte a los rincones que ella quería que fueses, porque el no manejar el mapuzungún no era una excusa para no disfrutar o no comprender cuándo había que sentir pena o júbilo, según la canción.
El show se compuso de una mezcla muy grata de cánticos, poemas y relatos que se fueron amalgamando como un todo en el que el Wall Mapu (el mundo donde habitan los mapuche) manifiesta su sabiduría y disposición para enseñarnos, a través de la voz de Beatriz acerca de nuestras raíces, independientemente de dónde vengamos. Porque aunque muchos no seamos mapuche o no llevemos sus apellidos, hay diferencia entre ser un winka o ser un katripache, y una grande, debo agregar: el winka es aquel que mira con desprecio lo que no entiende y trata de imponer su visión personal por sobre el resto. En otras palabras, hágase la idea que el europeo, desde 1492 y, posteriormente algunos de sus descendientes de ahí en adelante, fueron y son invasores que no pretenden compartir nada sino, más bien, buscan destruir, incluso hoy.
En la cultura mapuche el winka ni siquiera es persona, no es un ”che”. En cambio, el katripache es solamente una persona que viene de otro lugar, es aquel que logra sentarse a conversar y a compartir, es aquel que no pretende quitar nada, el que trae o lleva noticias o que simplemente se sienta a tomar un mate. De ahí que la idea es que tratemos de no ser los primeros sino katripaches, porque el mensaje que nos intenta transmitir la cantante argentina es que, si bien ella tiene ascendencia europea, hace propio el sentir mapuche porque por sus venas corre la sangre del cacique Ignacio Coliqueo y está orgullosa de difundir su cultura.
Dentro de las historias que pudimos escuchar, se encuentra una en que el sol y la luna eran personas y empezaron a discutir porque la luna quería alumbrar de día. El sol, ofendido, se enojó y empujó a la luna, por lo que al caer su cara quedó manchada, dando a entender el origen de sus cráteres. Luego, la luna comenzó a seguirlo, y así ha sido desde siempre. Ella intenta pillarlo y, aunque a veces está a punto, nunca lo alcanza, siendo esta la explicación de por qué a veces vemos la luna de día, pero solo si alzamos la cabeza hacia el Wenu Mapu (mundo de arriba). Esto es similar a una historia Selk’nam sobre cómo esos seres celestes llegaron al cielo, solo que en este caso era al revés, en que el sol intenta cazar a la luna y ella, herida, sangra, mengua y se recupera mes a mes.
Luego, Beatriz hizo un canto en referencia al “Salmo 1492” de la poetisa mapuche Graciela Huinao quien, en su verso, relata cómo los españoles en su afán de evangelizar comenzaron a exterminarlos aunque los indígenas no comprendieran qué significaba la cruz. Es por esto mismo que, en señal de hermandad, sube al escenario Olga Llanquileo quien desde Cañete viene a mostrarnos su versión de “Arauco tiene una pena”, original de Violeta Parra, con versos intercalados de español y mapuzungún, además de una canción suya llena de sentimiento y nostalgia.
Tras el paso de Llanquileo, vuelve Beatriz, quien nos relata que sus hermanos del norte le han regalado unas canciones de la cultura Qom, que se ubican en lo más alto del mapa de Argentina, casi colindantes a los Aimaras. Canta dos temas de ellos y luego va cerrando, con su canto de machi en trance, siempre al ritmo de su kultrún que simboliza la mitad del universo, partiendo por el Mapu (tierra) con sus cuatro puntos cardinales.
El tiempo va pasando y, como el ánimo de compartir siempre es grande, la cantante nos presenta a su otro invitado: David Eidelstein, mejor conocido como Rulo, quien hace ingreso y nos deleita con tres canciones de su disco Vendaval. Parte con “Aguacero”, sigue con “Veleidosa” que, como él explica, cree que si existe un dios, en realidad, debe ser mujer y termina con “Tu misterio”, cerrando con fuertes aplausos y dando paso al fin del espectáculo.
Se comienzan a proyectar sobre un telón imágenes que nos evocan el sur de nuestro país, con los símbolos sagrados, con las estrellas y Beatriz nos comenta que es necesario despedir como corresponde a un antipoeta centenario y le hace su pequeño homenaje a Nicanor Parra, citándolo con sus versos hacia Gabriela Mistral, matando dos pájaros de un tiro. Luego nos señala que todas las madres, en todos los idiomas del mundo, acunan a sus hijos y a ella le tocaba despedir a su hija, que se va a estudiar al extranjero, pero no contenta con eso, como toda madre, nos cantó como si fuésemos nosotros sus propios hijos: entonó una suave melodía que nos transportaba a una atmósfera de paz que cerraría el concierto que tras las ovaciones de pie y vítores correspondientes, hicieron que Pichi Malen volviera al escenario para dedicarnos unos minutos más de su tiempo y regalarnos un par de versos más antes de salir definitvamente, dejando a los asistentes con una sonrisa en la boca.
En cerca de una hora y media de presentación no importó nuestro lugar de procedencia, ni nuestras costumbres, nuestro género o nuestra religión, porque en esa sala, sentados en esas butacas frente al escenario, fuimos todos hijos de la misma madre y del mismo padre. Quizás el resto del mundo seguía su línea diacrónica, pero tras esos muros, prevaleció el concepto cíclico de culturas ancestrales. Esa línea que dividía la Sala A del GAM del resto del mundo, es lo que podemos llamar la frontera mestiza.
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